viernes, 11 de julio de 2008

Rayuela, de Julio Cortázar



Al encuentro de sus pasos


Recorrer interminablemente las calles de París, devorado por certezas tambaleantes. Una duda que nace, igual que un diente de león en medio de la acera, quizá con el único propósito de interrumpir el tiempo: “¿Encontraría a la Maga?” y esa duda, un episodio tejido en alguna parte de la urdimbre del amor, propicia la búsqueda de lo maravilloso, de ese estado de inmersión completa en la realidad, logrado a lo largo de las edades humanas por sólo unos cuantos iluminados. Y, ¿por qué esa duda, en apariencia circunstancial, es el desencadenante de semejante búsqueda? Porque la Maga, una mujer sin grandes pretensiones intelectuales, es capaz de experimentar (desde la inconsciencia, o mejor: desde la intuición) toda la poesía que se esconde en los más mínimos detalles de la vida, sin catervas de teorías polvorientas que sirvan para justificar su percepción. Empero, en Horacio Oliveira, generador incansable de dudas de múltiples trasfondos, esa búsqueda se da por concepto, por razonamiento, porque sólo después de luchar por su obtención en los áridos caminos de la dialéctica, se estará verdaderamente en condiciones de disfrutar ese estado de conciencia.

“Ya para entonces me había dado cuenta de que buscar era mi signo, emblema de los que salen de noche sin propósito fijo, razón de los matadores de brújulas”, manifiesta Oliveira enterado de sus propias inquietudes, tal vez rememorando, imaginando o acaso previendo encontrarse tras los zapatos de la Maga y, con ello, descubrirse también en pos de un azar que de antemano sabe lleno de destino, porque “un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas”.

Decía Thomas Mann, en José y sus hermanos, que aquél que tiene inquietudes en el espíritu, no puede estar tranquilo en ningún lugar: Abraham, el viajero de Ur, el nómada por excelencia, se revuelve consigo mismo, se desespera ante una inexplicable claustrofobia del alma, huye de todas partes en busca de ese “algo” desconocido que lo alivie, embelesado por su propia fuga. Si se empiezan a generar raíces en algún lugar, no duda en arrancarlas y lanzarlas lejos. Lo comienza todo de nuevo, sin remordimientos. De manera similar acontece con Oliveira, pues en ese estar en medio de una búsqueda implacable, sabe que el cambio es la única constante, lo único que es factible esperar. Incluso en los yermos del amor, en donde siempre está escondida la separación como única opción de cambio, aguardando silenciosa cualquier fisura que se encuentre en la rutina, o algún exceso en las cavilaciones: “Y mirá que apenas nos conocíamos y ya la vida urdía lo necesario para desencontrarnos minuciosamente”. Presentimiento incuestionable de la esperada huida, vislumbre acerca del desplazamiento involuntario hacia “el lado de acá”. Es un nómada del espíritu con mares de dudas sobre el camino a seguir, pero también con una certeza: hay que seguir avanzando pues nunca se sabe en qué momento aparecerá ese cielo que tanto se anhela.

Por supuesto que la búsqueda no necesariamente evita el fracaso. En algunas ocasiones incluso lo acelera. Y es que los pantagruélicos bostezos que provoca la huera intelectualidad del "Club de la Serpiente" son consecuencia de la sobrepoblación de teorías, del intento de aprehender con la ceguera del lenguaje las diversas realidades que la humanidad ha presentido a lo largo del tiempo, de sorprender la que acaso sea la verdadera. Y entonces, durante noches enteras que huelen a humo de tabaco y ritmos de jazz, mientras se ceba la hierba insomne y se apuran los vasos de caña, asimismo se fatigan esas teorías, se les da toda la vuelta, como si fueran esferas, para poder examinarlas desde sus entrañas y, en caso de insatisfacción, apartarlas desdeñosamente.

Y la Maga, ese personaje que simboliza el “ser en estado puro”, la interminable reinvención (¿o combustión?) de la vida, ¿cómo es que deambula en un ambiente tan ajeno a ella? ¿Qué novedades puede aportar a la razón una mujer que recoge una moneda de la calle, sólo porque “brillaba tanto”? Ella es. No precisa del pensamiento para ratificar su verdad: se explica al existir, igual que las olas o los movimientos coordinados de los cardúmenes de peces en el fondo del océano.

Necesariamente opuestos, la Maga y Oliveira están condenados a unirse: conjunción de razonamiento e intuición. No obstante, es un equilibrio precario. Una vez agotada la inercia deben separarse: “Hacíamos el amor como dos músicos que ser juntan para tocar sonatas […] Era así, el piano iba por su lado y el violín por el suyo y de eso salía la sonata, pero ya ves, en el fondo no nos encontrábamos. Me di cuenta enseguida, Horacio, pero las sonatas eran tan hermosas”.

La muerte de Rocamadour es el detonante final para el traslado. Con la fría indiferencia de las pesadillas, Oliveira enfrenta su primer descenso a los infiernos: después de aquella noche interminable, oscura como “cuadro de Rembrandt”, Cortázar guarda silencio con respecto al destino final de la Maga, invitándonos, sin embargo, a un recorrido en la oscura gama de posibilidades que oscilan en la mente de Oliveira: ¿se tira de cabeza al río Sena? ¿Regresa a Montevideo? ¿Qué pasa con ella? Además, la fascinación del abismo, visto desde los brazos de la clochard, como un preámbulo de la partida. La expulsión en sí misma no concierne para el desarrollo de la trama. Es el puente necesario para llegar a la otra orilla.

Las incertidumbres sobre el destino de la Maga acompañan a Oliveira en su regreso a la tierra natal, el cual, curiosamente, es también un exilio. Habrá una nueva contraparte encarnada en la dicotomía nostálgica de Traveler-Talita. Porque Oliveira se empeñará en observar en ellos un reflejo artificioso de sí mismo, de la propia dicotomía que ha dejado escapar en aras de una libertad inaprensible, aunque asimismo incuestionable (¿cómo comprobar la libertad desde la teoría?), de lo que pudo haber sido de su vida si la dialéctica disecadora hubiese tenido menos peso que la intuición.

Y el momento llega para la prueba de los reflejos: bajo un trasfondo de pereza canicular en el verano austral de Buenos Aires, Oliveira intenta, absurdamente, enderezar un hato de clavos retorcidos; el clima y su torpeza en el manejo del martillo, le obligan a originar un escenario mental totalmente opuesto, más soportable: “No es el sol […], te podrás dar cuenta de que es la luna y de que hace un frío espantoso”. Le pide a Traveler unos clavos derechos, sin una razón en especial, y un poco de hierba para “unos amargachos”. La pereza inicial comienza a tomar un significado distinto: es un juego de poderes entre antípodas, tan similares, sin embargo, en su esencia, que el reflejo resulta dudoso. ¿Es Talita un mero botín mientras está haciendo equilibrios encima del tablón que sirve de balanza a las ventanas de Traveler y Oliveira? ¿Hay algún ganador tangible en esa pugna, o es la mera restitución de un orden ligeramente enturbiado? Lo cierto es que, después del episodio del tablón, Oliveira comenzará el segundo descenso a los infiernos, no sin antes haber vislumbrado un “cielo” en el cono de la carpa del circo:

«Cuando Oliveira, la primera noche, se asomó a la pista aún vacía y miró hacia arriba, al orificio en lo más alto de la carpa roja, ese escape hacia un quizá contacto, ese centro, ese ojo como un puente del suelo al espacio liberado, dejó de reírse y pensó que a lo mejor otro hubiera ascendido con toda naturalidad por el mástil más próximo al ojo de arriba, y que ese otro no era él que fumaba mirando el agujero en lo alto, ese otro no era él que se quedaba abajo fumando en plena gritería del circo […] Era una noche rara, mirando a lo alto como le daba siempre por hacer a esa hora, Oliveira veía a Sirio en mitad del agujero negro y especulaba sobre los tres días en que el mundo está abierto, cuando los manes ascienden y hay puente del hombre al agujero en lo alto, puente del hombre al hombre (porque, ¿quién trepa hasta el agujero si no es para querer bajar cambiado y encontrarse otra vez, pero de otra manera, con su raza?)».


Y no deja de ser significativa la semejanza con la escalera (en donde multitudes de ángeles subían y bajaban de la tierra al cielo y viceversa) vislumbrada por Jacob entre sueños, al dormir recargado en una roca, en Betel, después de andar huyendo de la cólera del hermano burlado.

Sólo que para Oliveira no existen las promesas de Yahvé, seguirá andando por el sendero que la Maga había alcanzado a distinguir para su vida poco antes de la separación: caminando a la ribera de algún “río metafísico”, sin considerar siquiera la opción de lanzarse, pero temiéndola en todo momento, presintiéndola a su espalda como algo que, justo en el momento indicado, lo asirá del hombro, y lo obligará a actuar. No en vano comienza a encontrarse, cada tanto, con las equívocas siluetas de la Maga en los lugares más insospechados. Y eso mismo lo lleva al convencimiento, a esas alturas quizá inútil, de su amor por ella.

Las escenarios cambian casi como cicloramas: primero el circo desvencijado; después, la clínica. Traveler y Oliveira siguen enfrascados en su silencioso juego de antípodas; Talita, a veces en medio, a veces afuera, sigue siendo el fiel de la balanza, aunque no duda en inclinarla (si existe la necesidad de hacerlo) apenas imperceptiblemente, hacia el lado deseado.

Se acerca la avalancha final: Oliveira no ha estado ciego ante el continuo fracaso de su búsqueda, antes al contrario, la lucidez que muestra habla más de un abandono consciente que de una fatiga cogida por sorpresa. La morgue de la clínica es una revelación inesperada. ¿Se ha tirado por fin al río? Muy probablemente él no aceptaría tal afirmación, pero las pocas certezas que el personaje fue mostrando a lo largo de la novela han terminado disolviéndose en su propia búsqueda: en vísperas del salto definitivo, Oliveira aún se da tiempo de crear una minuciosa e inútil trampa con especial dedicatoria para Traveler; es decir, para ese “sí mismo” que todo el tiempo se empeñó en abandonar. Es una despedida que canta, sin embargo, por el nuevo nacimiento. Y así finalizará la novela: circularmente, sin fin, sin certezas, sin respuestas absolutas, igual que un río atrapado en un callejón de remolinos.

Rayuela: El juego del mundo.

Por supuesto que las lecturas de Rayuela podrían ser interminables. Sin embargo, el autor propone sobre todo dos: la tradicional, que va del principio al fin, de la que se pueden prescindir algunos capítulos sin el menor remordimiento; y la que exige una complicidad por parte del lector, una especie de diálogo. Porque está claro que la estructura propuesta en el tablero de direcciones no es gratuita; se vislumbra la intención del autor: es una novela de amor, una reflexión sobre la vida contemporánea, un álbum de recortes de diarios, una antología de poemas, una opinión sobre la literatura, un incendio (propagado con las teorías de Morelli) a la novela y un renacimiento de la misma; todo, brincando de acuerdo a las casillas de una rayuela, hasta llegar al cielo…