La guerra de los Judíos relata los hechos acontecidos desde la insurrección de los Macabeos, ocurrida ca. 167 a. C., pasando por el reinado de Herodes el Grande, quien fomentó la reconstrucción del templo de Jerusalén, hasta poco más de doscientos años después, cuando inicia la primera Guerra judeo-romana, llevada a cabo entre los años 67 a 70 de nuestra era en los territorios de Judea, Samaria, Galilea, Idumea, etcétera, y en la que, primero el capitán Vespasiano, y más tarde su hijo Tito, aplastan la insurrección de los zelotes con gran mortandad de judíos y la destrucción del segundo templo de Jerusalén incluida. El propio Flavio Josefo, otrora rabino y autor de esta historia, fungió como comandante de la ciudad de Jotapata, la cual resistió el asedio romano durante 47 días de lucha sin descanso, para, a la postre ser capturado y gracias a la predicción que hace a Vespasiano sobre su futuro ascenso como emperador, ser liberado y hecho ciudadano romano con el apelativo "Flavio", de la casa de Vespasiano. Es así como logra acompañar a las legiones de Tito y ser testigo del asedio a Jerusalén, donde tratará, sin éxito, de convencer a los zelotes —quienes han iniciado una guerra civil en la ciudad— para que se rindan ante los romanos y eviten la completa destrucción de la ciudad santa. Sin embargo, los revolucionarios, que enarbolan la consigna de que no han de servir a nadie más que a Dios, emprenden una oleada de asesinatos contra los ricos de Jerusalén y todos aquellos que no compartían su forma de ver la vida, hasta que, asolados por la guerra, la tiranía, el hambre y la peste, los judíos van muriendo por millares y serán el dramático preludio de la destrucción del legendario templo de Jerusalén reconstruido por Herodes el Grande.
El problema nace desde las rivalidades entre las diferentes sectas judías, en particular entre los mesiánicos zelotes y los fariseos, pero sobre todo gracias al despotismo y los malos tratos de Gesio Floro, procurador romano de la época, lo que hará que el problema vaya creciendo hasta desembocar en pequeñas y sangrientas revueltas en las que lo común será que el pueblo necesitado sea la víctima propiciatoria de quienes dicen defender su libertad, los cuales llegan a excesos y maldades de todo tipo tanto en las ciudades como en el lugar que, según el judaísmo, tendría que ser el más sagrado de todos: el interior del templo. Los romanos, pese a la insurrección, mostrarán piedad en aquellos que los reconocen como señores, e incluso Tito se resistirá a destruir el templo; sin embargo, la terquedad de los revolucionarios hará que no quede piedra sobre piedra y que los soldados lo saqueen a placer una vez llevados los judíos al límite de sus fuerzas. Castigados los revoltosos, a los romanos sólo les queda sofocar los últimos brotes de insurrección, como el episodio dramático de la fortaleza de Masada, donde la gran mayoría de los allí refugiados decide inmolarse antes de caer en servidumbre de los romanos. Tras esta muerte masiva Vespasiano mandaría destruir el templo de Onías, en Egipto, poniendo así las semillas de la diáspora judía que duraría casi dos mil años.
Es una historia de esas que se queda largo tiempo en la sensibilidad y la imaginación del lector, no sólo por su repercusión histórica —en ella se pueden encontrar las raíces de un problema que todavía hoy sigue sacudiendo al mundo, como es el conflicto en la tierra de Palestina—, sino también por la gran belleza de la narración de Flavio Josefo que, sin tomar en cuenta una posible falta de objetividad debido a su amistad con los romanos en el momento en que fue escrito (entre los años 75 a 79 d. C.), recuerda los textos de Heródoto y algunos libros bíblicos, en los que la realidad histórica se entremezcla con visiones religiosas y proféticas, lo que lo dota de niveles más profundos de significación.
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