Con un estilo que recuerda mucho la narrativa sin respiros de Thomas Bernhard, W. G. Sebald emprende con Austerlitz una de sus más altas cumbres narrativas, lo cual, si hablamos del venerado escritor alemán, no resulta poca cosa. La historia de Jacques Austerlitz comienza en 1967, en la estación de Amberes, Bélgica, en donde el narrador –es tentador pensar en el propio Sebald— tropieza con una extraña figura: un hombre alto, de pelo rubio ensortijado, botas de explorador y una vieja mochila del ejército suizo que toma notas arquitectónicas y elabora dibujos de la estación. A partir de ese momento comenzará una extraña amistad entre ambos, llena silenciosos años e intensos monólogos de Austerlitz, cada vez que, inopinadamente, se encuentran en alguna ciudad europea. Austerlitz acaparará la palabra en un torrente continuo en el que se mezclarán sus prolijos conocimientos arquitectónicos e históricos con pequeñas referencias a su propia vida, una vida que, empero, parece surgida de un enigma que se irá resolviendo a lo largo de la novela. Y es que Austerlitz poco a poco descubrirá que su pasado ha sido una mentira, que desde que a los cuatro años de edad llegó a vivir a la casa de un melancólico párroco en Gales, todos los sucesos posteriores han pertenecido a alguien que parece no ser él mismo.
La manera en que Austerlitz va descubriendo las pistas que aclaran su pasado va de la mano con una inexplicable depresión que se infiltra en su alma poco a poco, de tal suerte que se vuelve un tipo siempre solitario, sin amigos o amantes en los que pudiera confiar sus inexplicables y cada vez más frecuentes accesos de angustia. Poco a poco le llegarán fragmentos de recuerdos, pistas que armará como rompecabezas hasta llegar a Praga, a lo sucedido en la fortaleza de Terezín, que los alemanes habrían convertido en gueto judío y posteriormente en campo de concentración. De esta manera, la historia de Austerlitz se convertirá también en la de toda esa gente que quedó naufragando en el desamparo de la falta de identidad después del huracán de la Segunda Guerra Mundial.
La narración de Sebald no deja lugar para descansos, desde el momento en que el narrador encuentra la extraña figura de Austerlitz en la estación de Amberes, pasando por sus posteriores y fortuitos encuentros —aderezados, fiel a su estilo, con fotografías, documentos o ilustraciones que dotan de una veracidad casi táctil a la narración— mantiene un tono lleno de inquietud, melancolía y algo innombrable y desgarrador que demuestra los abismos a los que lleva una identidad arrancada de raíz por la fuerza de la Historia. Un libro desolador e imprescindible tanto para entender la historia del siglo XX, como para comprender los senderos literarios que han sido vanguardia en la Europa Central.
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