lunes, 1 de julio de 2013

Las tiendas de color canela, de Bruno Schulz


Un buen vistazo al mundo de Bruno Schulz puede echarse desde los relatos que componen Las tiendas de color canela (Sklepy cynamonowe, 1934), su primer alucinante libro. La sustancia de los relatos —cabe mencionar que el propio Schulz veía Las tiendas como una novela autobiográfica, o bien, una genealogía espiritual— está compuesta por una mezcla de metáforas extensas, complicadas, coloridas y sensoriales; un lenguaje que se alimenta de esas mismas metáforas, para a su vez dotarlas de una fértil polisemia; y un hilo narrativo que descansará sobre todo en anécdotas de la infancia y la juventud del autor. Eso será el eje fundamental de cada uno de los relatos. Sin embargo, entre esos tres componentes, sin duda resalta el lenguaje, que parece bullir en cada relato y reinventarse a cada segundo, como en una selva llena de criaturas que constantemente se multiplican, en todo momento, quizás debido a que en la mirada de Schulz el lenguaje también adquiría forma pictórica. 

Igual que Kafka, Bruno Schulz tiene una obsesión por la figura paterna: casi todos los relatos de Las tiendas de color canela nacen de una u otra forma de ella; sin embargo, las transformaciones, manías y mímesis que Schulz describe, serían impensables en los retratos más bien opresivos y autoritarios con los que Kafka sintetiza la jerarquía que su padre imponía en él. En cambio, para Schulz la figura paterna se reinventa constantemente en un registro muy cercano a la ridiculez o la bufonería, como en “Los pájaros”, donde se asemeja a un cóndor: 

«Me quedó en la memoria especialmente un cóndor, un pájaro enorme de cuello desnudo, cara arrugada y repleta de protuberancias. Era un asceta flaco, un lama budista, que manifiesta en su comportamiento una dignidad imperturbable, regido por el ceremonial férreo de su noble especie. Cuando se sentaba en frente de mi padre, inmóvil en su posición monumental de eternas deidades egipcias, con el ojo velado por una membrana blanquecina que movía de lado hasta las pupilas para encerrarse por completo en la contemplación de su majestuosa soledad, parecía, con su perfil pétreo, el hermano mayor de mi padre. La misma materia de tendones y piel arrugada y dura, el mismo rostro seco y huesudo, las mismas órbitas de los ojos hundidas y endurecidas. Hasta las manos de mi padre, fuertes en las articulaciones, largas y enjutas, con las uñas abultadas, tenían su análogo en las garras del cóndor. Al verlo tan dormido, no podía resistirme a la impresión de que tenía ante mí una momia, la reseca y por ello endurecida momia de mi padre. Creo que tampoco a mi madre se le escapó este parecido extraño, aunque jamás hemos tocado este tema. Es significativo que tanto el cóndor como mi padre utilizaban el mismo urinal.»

En otro relato, el padre se convierte en una cucaracha; en otro más en una especie de profeta mientras arroja los rollos de telas de la tienda, que se desbordan de sus manos como ríos; también puede encarnar a un excéntrico demiurgo, creador de mundos a través de la palabra, aún cuando su enfermedad parece llevarlo hacia una locura afable, la cual lo acompañará hasta el día de su muerte. Un pequeño Bruno habla de que el implacable aburrimiento de los días invernales sólo podía ser abatido por su padre, quien, heroicamente, convertía las palabras en extrañas y fulgurantes posibilidades.

En todo momento estamos inmersos en la evocación, quizás en los años que transcurren de la infancia a la adolescencia del autor. Sus recuerdos siempre dislocarán la realidad a partir del lenguaje, no tanto de los acontecimientos que se narran, que rara vez resultan fantásticos en un sentido de simpleza anecdótica. Incluso, visto con cierta distancia se podría decir que Schulz relata vivencias ínfimas: habla de su padre, de la tienda, de su madre (acaso la única contraparte «sensata» en la familia) y de Adela, la sirvienta principal, quien tenía un poder ilimitado sobre el padre, al grado de que podía enloquecerlo de miedo y excitación con sólo insinuarle el movimiento de las cosquillas con los dedos; habla de la adopción de Nemrod, su mascota, del encuentro con un vagabundo que se pone a cagar a la intemperie, de un viaje a su casa desde el teatro bajo una noche estrellada y misteriosa, pero todo de tal forma, que esas vivencias mínimas resultan acontecimientos sorprendentes, mágicos, milagrosos, de una belleza casi excesiva.

Las repeticiones obsesivas en Las tiendas de color canela no sólo permanecen en el plano tópico, también hay palabras e ideas clave que aparecen en varios relatos y que arrojan luz en el discurrir de Bruno Schulz: la “fermentación”, por ejemplo, se asigna como característica de la soledad, de la oscuridad, del tiempo; los aromas exóticos que siempre consiguen llamar la atención de su olfato; la idea obsesiva del demiurgo y la creación; lo fantástico que se esconde entre el tejido de las trivialidades; las acumulaciones, la masturbación y lo pornográfico como vicios melancólicos; lo engañoso, lo incompleto, las estaciones del año con sus días perfectamente definidos o indefinidos; la palabra como ente generador de mundos; aquello que ya no se nota y que se olvida, aún cuando siga ahí, existiendo, tópico que recuerda su tendencia al “no ser” —mencionada en varias ocasiones por su amigo Gombrowicz— las descripciones minuciosas y vistas desde una mirada insospechada, que parece transfigurar constantemente a las imágenes en un exótico florecimiento del lenguaje, y éste a su vez servir de semilla para su otra gran obsesión: el dibujo y esos límites que el material sólo puede sobrepasar cuando regresa al mundo de las palabras.