lunes, 1 de abril de 2013

Amor y basura, de Ivan Klíma



Si hay algo que podemos exprimirle al siglo XX es que la escritura "libre" era considerada peligrosa por las sociedades totalitarias. Los casos de escritores encarcelados, exiliados o simplemente asesinados durante esos sistemas de gobierno son tan numerosos que se podría hacer todo un catálogo, ya sea alfabético o por índice de nacionalidades. Ivan Klíma (Praga, 1931) conoció en su infancia el campo de concentración de Terezin debido a que los nazis encontraron una remota ascendencia judía en sus genes. Y aunque logró salir con vida de dicho campo junto con sus padres, esa experiencia lo marcó para el resto de su vida. Todas esas personas que entraron al mismo tiempo que él y que no lograron sobrevivir a su destino se convirtieron en angustiosos fantasmas que cada tanto lo visitaban en sus sueños. ¿Y podía existir alguna manera de huir de ellos? Klíma, según sus propias palabras, la encontró en la escritura, que lo liberó no sólo de los fantasmas, sino del aturdimiento que significó haberles sobrevivido.

Esa etapa imborrable de su infancia será parte fundamental en la obra de Ivan Klíma, y Amor y basura (Láska a smetí, 1986) no será la excepción. Sin embargo, tampoco será el único hilo que pondrá en movimiento al libro. El punto de partida se da cuando el narrador —un escritor poco grato ante los ojos del gobierno, casi seguramente el propio Klíma— va a integrarse a una brigada de limpieza callejera: quizás la única opción de trabajo para un incorregible denunciador de las falacias del sistema. Ahí encontrará a una serie de personajes —casi todos venidos a menos por una u otra razón— con los que descubrirá ángulos de la vida que de otra forma serían imposibles de percibir.

Pero la basura también es una forma de observar el mundo. Los desechos están siempre ahí, en los  márgenes comunes de la existencia, contando los secretos y las costumbres de la sociedad. Y los desechos no desaparecen nunca, aunque se reciclen para dar forma a otros objetos que tarde o temprano también serán basura. Para Klíma, la basura y la gente muerta guardan una lúgubre semejanza: "El espíritu de las cosas muertas flota sobre la tierra y sobre las aguas y su hálito es fatídico", su presencia incomoda y trata de ocultarse, pero jamás desaparecerá. Por ello la labor del barrendero debería tener más dignidad de la que la sociedad le otorga: son los encargados de "desaparecer" de la vista los deshechos, y sin ellos, la vida estaría tan recargada de objetos inútiles que sería imposible distinguir otra cosa que no fuera basura... o muerte.

Ese escritor «degradado» hasta quizás el último estatus social —el de barrendero— es también un hombre con problemas comunes, con una esposa, una hija, un hijo... y una amante, la cual es una especie de contrapunto en su cotidianidad debido a la gran pasión que le despierta. Y es que la vida «a dos bandas» entre su esposa y su amante significa un tormento de mentiras y traiciones durante toda una época de su vida. Haber escogido una pareja en la juventud no exime a nadie de la súbita aparición de un amor devorador en plena madurez, como el de Darja, una escultora con la que mantiene una relación paralela a su matrimonio, con la gran diferencia de que con ella experimenta un amor que en ocasiones inclusive lo asusta debido a su voracidad y a su exigencia «total» a los derechos y obligaciones del amor, como si éste lo justificara todo, incluso las situaciones de índole moral. Sin embargo, esa pasión devoradora con su amante tendrá también la continua sospecha de la falta de libertad, algo que está lejos de ocurrir con su esposa, una psicóloga que, a pesar de "escudriñar almas" merced a su profesión, también puede ser confiada como un niño, y entonces sustituye con ella la frenética pasión que sí tiene con su amante, por una libertad un tanto culpable —siempre está consciente de que a su esposa le devuelve mentiras a cambio de la confianza que ella le otorga—, pero aderezada de ternura y compasión.

Además, alternando con los episodios evocativos, y del presente tanto familiar como laboral, el narrador va elaborando una exégesis de la vida y obra de Kafka, con quien parece identificarse en varios niveles, sobre todo cuando analiza las contradicciones entre su decisión de amar y ser amado, o bien la de optar por la libertad de la soledad, aún cuando su propia vida lo vaya sepultando con el paso del tiempo. Y es que en diversos momentos, Klíma reflexiona acerca del acto de escribir: para él es sobre todo un acto de libertad. Empezó a escribir desde su infancia para exorcizar los fantasmas de todos aquellos que murieron y a quienes él tuvo que sobrevivir. El curioso contrapunto a este elemento del libro, quizás sean las constantes alusiones al yerkish, ese lenguaje artificial de 225 palabras que fue creado en Estados Unidos para aventurar la comunicación entre los seres humanos y primates como los chimpancés. Klíma lleva las referencias científicas del yerkish al plano social: el estado totalitario utiliza un lenguaje reciclado, deslavado, carente de ideas, para dirigirse a mentes poco brillantes que poco o nada cuestionarán. Pero eso no es todo, porque con el triunfo de los opresores, enemigos de la libertad incluso de pensamiento, quizás el destino de la humanidad sea comunicarse únicamente a través del yerkish.

Las menciones a su padre en diversos momentos de su vida, pero en particular durante el desamparo que experimenta cuando él se acerca a su muerte, son de las partes más dolorosas y tiernas del libro. La figura paterna es crucial para el narrador: un científico escéptico que desde un inicio le advirtió que no hay más vida que ésta y que la única gente que va al cielo son los pilotos de las aeronaves. Es una presencia recurrente y bienhechora en su vida, curioso contraste con la presencia de sus hijos, que resulta más bien neblinosa, como si no fueran parte de su vida del todo. Al final, Amor y basura, más que una novela, pareciera la dolorosa confesión de un espíritu atrapado entre la lealtad, la literatura, la pasión y una libertad que dista mucho de ser ese lugar común que muchos han convertido en una consigna descafeinada.