martes, 2 de noviembre de 2010

Los nombres (The Names), de Don DeLillo

James Axton es un analista de riesgos para empresas norteamericanas cuyos negocios funcionan principalmente en los conflictivos países del Medio Oriente, conflictivos sobre todo desde el punto de vista de sus intereses económicos, que son los que hacen “funcionar” al mundo mediante una ambición ilimitada y el previsible ansia de control de los Estados Unidos. Una profesión truculenta que lo lleva a recorrer diversas regiones del planeta con la sensación de ser un turista permanente, sin responsabilidades tangibles o derechos reales, pero con el asombro siempre listo para saltar ante cualquier muestra de exotismo. Además, gracias a ello se relaciona con gente muy semejante a él, nómadas posmodernos enviados a diversas partes del mundo por empresas sin rostro, y que están perfectamente preparados para las eventualidades de los aeropuertos más insólitos o los peligros que entrañan esas regiones en un habitante de occidente.

James tiene su base en Atenas, Grecia, muy cerca de ese rotundo, antiguo y omnipresente Partenón que es incapaz de visitar debido a esa misma omnipresencia. Y aunque está separado de su esposa Kathryn, sigue visitándola con alguna regularidad en Kouros, la remota isla griega en la que vive junto con Tap, el hijo de ambos, gracias a un trabajo de excavación arqueológica en el que está involucrada. Y en ciertos momentos aún sucumben a la tensión sexual que reina entre ellos, de tal suerte que todo parece complicarse más en cuanto el recuerdo de sus errores pasados adquiere un peso de plomo. De ahí una extraña lista ideada por el propio James, en la que enumera sus 27 perversiones, de acuerdo a lo que cree que ella piensa de él, una especie de radiografía "en espejo" con la que se explica su tendencia a una sutil autodestrucción.

Por otra parte, está su relación con Tap, su hijo de 9 años. Un chico que pese a no acudir a ningún colegio, parece dotado de una inteligencia especial, ya que dedica su tiempo a escribir novelas basadas en pequeños acontecimientos sucedidos a la gente que conoce. Se resiste a aprender griego, y como un método de oposición, habla Ob con su madre, una jerigonza en clave que consiste en agregar dicha sílaba en cualquier palabra.

Durante su estancia en la isla, James se entera del inexplicable asesinato de un anciano discapacitado, lo cual se irá convirtiendo en una extraña obsesión, al enterarse que esa muerte está relacionada con otras muertes en diversos sitios que guardan semejanzas extrañas, como el hecho de que las iniciales de las víctimas sean las mismas del lugar en el que residen. Así irá descubriendo, junto con un par de amigos (Volterra, cineasta; y Owen, arqueólogo), que detrás de los hechos hay una secta que, mediante vagas justificaciones eugenésicas, es responsable de las muertes, al grado de que graba dichas iniciales en el arma contundente que servirá para mandarlos al otro mundo.

Y así, mientras el tiempo transcurre entre sus viajes de negocios y sus encuentros y desencuentros con Kathryn, un día emprende un viaje por el Peloponeso con su hijo Tap, quien adora ver el mundo a través de la ventanilla de un auto en movimiento. En la península del Mani, de pronto se encuentran con una roca que ostenta dos palabras: Ta Onómata (Los Nombres) en las cuales James presiente un oscuro significado.

Su vida se va un tanto a la deriva, cuando después de una riña, Kathryn decide aceptar un puesto en el British Columbia Provincial Museum, en Victoria, Canadá; y entonces se alejará a miles de kilómetros de su lugar de trabajo, junto con Tap. A partir de ese momento, James se entregará a la obsesión de indagar acerca de la secta, sin sospechar que la realidad de todo aquello que creía vivir a diario, esconde peligrosos significados tras el velo de la cotidianidad de sus propios viajes de negocios.

Si hay algo que me sorprende de Don Delillo es su capacidad para escribir diálogos realmente conversacionales, fluidos, con guiños irónicos que sacuden cada tanto al lector. Además, en Los nombres (The Names, 1982) DeLillo juega con la idea de una visión global y crítica del siglo XX, el siglo del cine, en el que todo aquello que circunda la vida de los seres humanos se filma: la política, los deportes, el nacimiento, el sexo, la muerte, la guerra, la violencia, las frivolidades, todo es susceptible de ser capturado por la lente de una cámara. Así cuando Volterra indaga acerca de la secta, lo hace con el fin de convertir los hechos en escenas para una posible película en la que la ficción provendría de la realidad. Pero las reflexiones de DeLillo discurren también en el sentido de los objetos como especie de «límites» humanos; la carga que puede tener la palabra en distintas zonas geográficas; la génesis de las historias, o al menos de las historias que "venden" en un mundo situado a finales del siglo XX; en fin, Los nombres es un mosaico de los vicios y contradicciones de las sociedades contemporáneas y el rastrero accionar de muchos de sus gobiernos.