lunes, 17 de octubre de 2016

Merienda de negros, de Evelyn Waugh



La situación política de la isla de Azania, ubicada en una nebulosa África Oriental, ha sufrido constantes agitaciones, de tal suerte que los descendientes del Gran Amurath, legendario patriarca instaurador del imperio, no han dudado en enfrentarse en cruentas y absurdas guerras. Seth, nieto del gran Amurath, y “jefe de los jefes de los sakuyus, señor de Wanda y tirano de los mares, licenciado en letras por la Universidad de Oxford”, aún es el emperador de Azania luego de librarse por los pelos de la insurrección de Seyid, su padre, quien termina en el platillo de los Wanda, famosos caníbales de la región. Ganada la guerra gracias a un golpe de suerte de su general irlandés, Seth se empeña en llevar la modernidad a su imperio mediante los consejos de Basil, un crápula de la alta sociedad londinense que fungirá como el Ministro de Modernización de Azania y de esa manera propondrá disparates cada vez mayores, al tiempo que las legaciones europeas, llenas de funcionarios de medio pelo, contribuyen a tejer un sinfín de torpes intrigas entre las tribus de la isla y entre ellos mismos, mientras una malentendida campaña de planificación familiar termina zozobrando en el caos. Por si fuera poco, de pronto aparece Achon, tío de Seth, proclamado por varios el “heredero legítimo del trono”, lo cual provocará nuevas agitaciones en Azania y su capital Debra Dowa, con lo que una serie de equívocos, traiciones políticas, muertes «necesarias» y un humor implacable y corrosivo contra todos los personajes van dando forma, no a una de las más extrañas y divertidas novelas que he leído, sino a una grotesca apoteosis que, en 1932, desmoronó de una vez por todas cualquier vindicación de índole colonialista. Así Merienda de negros (Black Mischief, 1932), de Evelyn Waugh.

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